agosto 2, 2021
Vallejo “Queremos sociedades abiertas, pero ante el menor problema, resurge el nacionalismo”
La filóloga y ensayista española, Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco, sostiene que el mayor desafío a futuro es cómo asumir las diferencias en una comunidad, y que para aprender eso los clásicos son fundamentales Sigue leyendo
Irene Vallejo habla como escribe y viceversa: con delicadeza. Su modo de tejer la oralidad se traduce luego en una prosa exquisita, sin los vicios ni las torpezas de los que se expresan en voz alta. Vallejo (Zaragoza, 1979) es consciente del poder milenario de la palabra, de su don para sanar, pero también para herir. Todos los ejemplares de El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela/De Bolsillo) que se albergan en la amplia red de bibliotecas públicas de Madrid están prestados y para acceder a un ejemplar se lo debe reservar con meses de antelación.
El infinito en un junco, un estudio de difícil categorización genérica, fue el libro más vendido en España durante el primer año de pandemia, el elegido por los lectores que acompañaron en sus páginas la travesía que realizó la paciente investigadora a través de 30 siglos de textos, desde el papiro hasta las obras clásicas, que se perpetúan en la literatura de hoy y también en las series de TV. Alejada de la prosa dogmática o académica, en una primera persona por momentos autobiográfica y con guiños contemporáneos, esta Sheherazade española recoge también nombres al margen del canon, en especial femeninos, y desempolva a autores sepultados por el paso del tiempo.
Su libro acaba de alcanzar la 40° edición. Doctora en Filología Clásica, columnista del diario El País, Vallejo obtuvo en 2020 el Premio Nacional de Ensayo de España por esta obra que comenzó a escribir por las noches para calmar la ansiedad y ahuyentar el temor de las extensas jornadas de cuidado de su pequeño hijo.
Vallejo, que viajó alguna vez en micro desde Buenos Aires hasta Misiones y por el norte del país, destaca su amor por los narradores argentinos (“Borges es un espectro amigo”, “Alberto Manguel es como un padrino” y “Juan José Saer aparecía nombrado en la primera versión del libro”) y valora la calidad de las autoras latinoamericanas que están siendo leídas fuera de sus países: “Percibo una eclosión, es como un boom. Por primera vez quienes lideran en la literatura son las mujeres”.
–Vivimos en un contexto de fragilidad y de pocas certezas. ¿Cómo colaboran los clásicos a sobrellevar este momento?
–En primer lugar, amplían nuestra perspectiva, porque salimos de la inmediatez y de la vorágine de los asuntos que están en debate, que, muchas veces, son los más ásperos pero no los más importantes. Nos reencontramos con otras voces que nos interpelan y nos preparan el camino para lo que llegaremos a ser, sin fatalismos, porque no es cierto que estemos destinados a ser, como civilización, de una forma determinada. La literatura clásica ha pasado por un gran proceso de filtro donde han quedado las obras que tienen más capacidad para afrontar los grandes problemas para distintas generaciones. Cuando leo a Safo siento que ella expresa perfectamente las emociones, el amor, el deseo y los celos. En segundo lugar, leer a los clásicos es una experiencia esperanzadora. Si somos capaces de entendernos y de identificarnos con las emociones de personas que vivieron hace milenios, ¿cómo no nos vamos a poder entender con nuestros contemporáneos? En una época en la que nos gusta exacerbar la diferencia, leer a los clásicos nos envía un mensaje cosmopolita a través de los siglos, de los países y de las lenguas y permite el encuentro.
«El concepto tan cristiano de la vergüenza, la carne, el físico, el deseo, no se encuentra en la Antigüedad»
–Y, a su vez, no hay que idealizar la Antigüedad.
–No. No hay que mirarla como una época de perfecciones que ya no se volverán a conseguir. Hay aspectos tétricos y realmente muchos claroscuros: la situación en la que se sometió a las mujeres, la esclavitud, el imperialismo, rasgos de brutalidad, de violencia y de corrupción que no son en absoluto envidiables. No son el modelo al que queremos llegar, pero nos ofrecen emociones, versos, belleza, reflexiones, sensaciones, ideas, y sentaron las bases y formas de gobierno, formas lingüísticas. Hay cierta arrogancia propia del progreso: “Nosotros somos mejores que antes”. No es así. Hay algunos aspectos donde somos más mojigatos.
–¿Por ejemplo?
–En cuestiones sexuales y en la relación con nuestro cuerpo. Ese concepto tan cristiano de la vergüenza, la carne, el físico, el deseo, no se encuentra en la Antigüedad. Cuando se descubrió Pompeya, en la época ilustrada, se aterrorizaron ante las imágenes explícitas y sexuales que encontraron. Se imaginaron que era una ciudad burdel, cuando en realidad era una ciudad representativa de lo que significaba Roma, con sus falos en las puertas como amuletos, sus imágenes muy explícitas, sin la connotación que tienen para nosotros. Metieron lo que encontraron en un gabinete secreto, donde solamente entraba el rey, porque no se atrevían a enseñárselo a las mujeres y a la mayoría; pensaban que los iba a corromper.
–Escribió en una columna, “Voces en la frontera”, sobre la inmigración y sobre la experiencia del escritor español Ramón J. Sender, por ejemplo, en Estados Unidos, donde no siempre fue bien recibido. ¿De qué modo la literatura y la educación podrían acercar los dos mundos que se encuentran en estos escenarios?
–Esta es una de las grandes cuestiones que va a definir el futuro: de qué modo somos capaces de asumir la diferencia racial, sexual, el concepto extranjero, de extraño y cómo lo incorporamos a nuestras sociedades. En teoría, queremos sociedades abiertas, pero al menor problema, resurge el nacionalismo, hay de nuevo repliegues de ese orden. Es importante conocer la historia para que de algún modo nos vacune y nos neutralice contra errores que hemos cometido. La historia europea es terrible y creo que tenemos que hacer un especial hincapié para entender nuestras paradojas. Nosotros, españoles, en los años sesenta éramos un país de emigración, y también en las décadas anteriores, por la posguerra y la pobreza. Emigramos a países europeos y también a América Latina. Ahora, en un momento en el que empieza a haber prosperidad, a ser un país de acogida, pienso en qué poca memoria histórica tenemos, porque en casi todas las familias hay algún emigrante que partió a Francia, Alemania, la Argentina, México. Me parece importante insistir a través de las herramientas de la literatura, porque es muy difícil convencer a la gente con argumentos abstractos sobre la importancia de la tolerancia.
«Ha habido personajes muy nocivos a lo largo de la historia, que tenían una refinadísima sensibilidad para la pintura, para la música, o incluso ellos mismos se creían artistas»
–Entonces, ¿la literatura nos permite ser más empáticos?
–Cuando hablamos de refugiados o de emigrantes a través de historias, se pone un rostro humano a los relatos. Creo que la ficción, los ensayos, la literatura, las series pueden contar bien esas historias. Pero tampoco nos extralimitemos porque la literatura y el arte no solo tienen efectos benéficos sobre la personalidad. Ha habido personajes muy nocivos a lo largo de la historia, que tenían una refinadísima sensibilidad para la pintura, para la música, o incluso ellos mismos se creían artistas, como Hitler [quiso estudiar en la Academia de Bellas Artes], o Stalin, que escribió poesía en su juventud.
–”La subversión no puede ejercerse desde el poder, ni convertirse en marca o mercancía”, escribió en una columna. ¿De qué modo expresarse, plantear la diferencia cuando pareciera ser que una mayoría piensa de modo homogéneo? ¿De qué modo el poder usurpa esas voces que gozan de cierta fama en su favor?
–Mi novela El silbido del arquero habla precisamente de un artista que quiere ser fagocitado por el poder, y, al mismo tiempo, cómo se enfrenta con el silencio, con poder decir aquello que en verdad siente. Está buscando ese territorio intermedio. La censura sigue existiendo, no de manera tan palmaria y explícita como en épocas de dictadura, pero creo que hoy existe la autocensura, la más sibilina de todas las formas de censura. Una de ellas es cómo medimos las consecuencias que pueden acarrearnos las palabras que expresemos en las redes sociales, que están llenas de linchamientos. Es una cuestión esencial y estoy ensayando en mis artículos formas que sean suaves y respetuosas en la expresión, pero contundentes en el contenido de ideas, con la esperanza de que eso permita un debate más constructivo. Sabemos que una posición es menos popular y puede traer consecuencias. Eso requiere ir resolviendo el dilema, que se encuentra en el periodismo y en la literatura a lo largo del tiempo, porque nos definimos también por las decisiones personales que tomamos.
–Traslado la idea del hostigamiento en las redes a otro hostigamiento, el escolar, el bullying, sobre el que escribe en El infinito en un junco, y que padeció de diversas maneras. ¿Qué se puede hacer desde las aulas para detener esta violencia?
–Mi experiencia fue traumática, pero con el paso del tiempo me ha servido para entender mejor las dinámicas de grupo. Pienso que la clave está en quienes miran pero no denuncian, no se ponen frente a los agresores porque suelen ser chicos con problemas ellos mismos, de convivencia o de impulsividad. Creo que necesitan más atención los agresores que las víctimas. El problema en realidad está en el grupo que tolera, que aplaude o ríe ante esos comportamientos y los normaliza, permite que sucedan. El no oponerse es también participar. Con esos miembros del grupo es con quienes se puede hablar, a los que el profesor o los padres tienen más posibilidades de hacer llegar un mensaje. Había una ley del silencio en el recreo, una jerarquía de valores por la cual era peor denunciar lo que estaba pasando que ser cruel con tu compañero. La violencia forma parte de la condición humana y no se puede extirpar, pero no podemos asumir como normales ataques a homosexuales, ofensas contra las mujeres…
–Como ocurrió con Samuel Luiz, asesinado en Galicia [el joven fue linchado al grito de “maricón”]. Llama la atención la unión de los agresores para realizar aquel acto de violencia.
–Y llama más la atención la gente que no intervino, que no los separó. Hay una responsabilidad que es la responsabilidad de quien contempla. En realidad, ni los agresores ni las víctimas son mayoría; sí lo son los observadores. Eso es lo que me parece más preocupante, y ahí estaría la solución. Para los profesores es muy difícil. Yo misma nunca lo denuncié y asumí que mi dignidad de víctima estaba en no quejarme, no llorar, no pedir ayuda.
–¿Sabe dónde están quienes la hostigaban, a qué se dedican? ¿Alguno obtuvo su prestigio o éxito?
–No sé qué ha sido de la mayoría porque los caminos se separaron. Sí tengo contacto con algunas amigas de la época. Al leer el libro me han escrito y me han dicho que lo sentían por no haber intervenido. De los demás, no sé qué fue de ellos. Ojalá les haya ido bien.
–Su libro recupera las voces de muchas mujeres que fueron excluidas del canon. ¿Qué hemos perdido al haber acallado estas voces?
–Este olvido o esta negligencia nos ha obligado a las mujeres creadoras a estar siempre empezando de cero, porque no había precedentes, genealogía ni pioneras. Esto ha creado una perpetua sensación de recién llegadas. He estudiado el mundo antiguo y en nuestras clases solo aparecía Safo, pero en realidad hubo muchas más mujeres de las que pensamos. Ese era uno de los objetivos de El infinito en un junco: al menos recoger la nómina de esos nombres y reconocer que hubo mujeres muy importantes que dejaron su impronta en la sociedad, que escribieron discursos, que ejercieron un magisterio sobre grandes personajes como Pericles y Sócrates, y reconocer el hecho poco mencionado de que el primer texto firmado de la historia lo escribió una mujer: la poeta mesopotámica Enheduanna. Parece que sistemáticamente se oculta ese dato.
«Pensamos que lo antiguo quedó desfasado, pero las tecnologías en general rescatan antiguas formas de comunicación y les dan nuevos cauces»
–Nuestra tradición literaria occidental no comienza, entonces, con Homero.
–No, Homero no es en realidad una persona, es un apodo, una forma a la que nos referimos a una multitud de juglares que contribuyeron a los poemas de la Ilíada y la Odisea. No hay rasgos personales que lo caractericen y, sin embargo, tenemos la sensación de que todo empezó con él. El primer yo de la literatura, como decía, es el de una mujer. Reivindico también esas voces calladas de la oralidad que nunca llegaron al canon, pero que siempre han estado ahí, manteniendo la memoria, las historias, las canciones, los poemas y han estado transmitiéndolas de generación en generación.
–¿Considera que los podcasts son una nueva forma de la literatura oral?
–Creo que aquí han confluido las tecnologías y la tradición de una forma asombrosa, donde todo se trenza. Tendemos a pensar que lo antiguo quedó desfasado, sustituido, aniquilado por algo nuevo. Las tecnologías en general rescatan antiguas formas de comunicación y les dan nuevos cauces. En el tránsito de la oralidad a la escritura el propio Sócrates reprochaba a los libros que no dialogaran, que no tuvieran una voz para responder. Y la escritura no eliminó la oralidad. En estos tiempos de confinamiento, de tanta gente que está sola, entiendo que escuchar una voz acompaña a las personas de manera muy especial.
–Cito un fragmento de su libro: “La desmesura de Internet, gigantesca red de informaciones y textos, filtrada por algoritmos de los buscadores, donde nos extraviamos como fantasmas en un laberinto”. ¿Qué comodidades y qué peligros hay en este laberinto?
–Casi me parece imposible que en otros tiempos investigáramos solo con los libros. Son maravillosas las inmensas posibilidades de libertad que tenemos, pero, al mismo tiempo, está la avalancha de datos que empiezan a surgir dentro de un mismo territorio, por caminos trillados. Los algoritmos funcionan para envolvernos con aquello que suponen nos va a interesar según nuestro perfil, y se nos va creando alrededor una burbuja que tiene un movimiento pendular con el que nos vemos restringidos. Es curioso porque lo que inicialmente se creía que no tenía límites ni fronteras se va convirtiendo en una primera cápsula que se forma a nuestro alrededor, sin duda peligrosa. Las personas nos vamos alejando cada vez más de las personas que piensan distinto, de ideas que en principio no nos son tan afines. Hay que hacer más esfuerzo para volcarse al exterior. Los buscadores nos dan opciones distintas en función de lo que ellos consideran que nos interesa y empezamos a ser prisioneros de nuestras propias referencias. La literatura y la investigación tienen esa dimensión irrenunciable de encuentro con lo inesperado. Hay que trabajar para equilibrar, y no potenciar, nuestros propios sesgos.
APASIONADA IMPULSORA DE LOS CLÁSICOS
PERFIL: Irene Vallejo
■ Nacida en 1979 en la ciudad de Zaragoza, Irene Vallejo estudió Filología Clásica. Se doctoró en la Universidad de Zaragoza y en la Universidad de Florencia, en Italia.
■ Su especialidad son los autores de la Antigüedad, que se dedica a revitalizar por medio de cursos y conferencias, pero también a través de sus columnas periodísticas. Escribe en el diario Heraldo de Aragón y en El País semanal.
■ Su obra El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo se convirtió en un inesperado best seller en España durante la pandemia y recibió en su país el Premio Nacional de Ensayo 2020.
■ Además de su tarea como ensayista y divulgadora, ha publicado las novelas La luz sepultada (2011) y El silbido del arquero (2015), y libros para chicos (El inventor de viajes, La leyenda de las mareas mansas). Sus artículos periodísticos se reunieron en Alguien habló de nosotros y El futuro recordado.
- Texto: Laura Ventura (LANACION.COM.AR)
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