julio 31, 2016
Bud Spencer: «Nos daban los caballos cansados de Sergio Leone»
Recuerdos del actor, guionista, productor cinematográfico, cantante y compositor italiano, que también supo ser campeón italiano de natación y participó en tres Juegos Olímpicos. Sigue leyendo
Bud Spencer: «Nos daban los caballos cansados de Sergio Leone»
Al llegar a la casa de Bud Spencer, en Roma, encontramos en el portal a un chaval con su madre que, al ver que somos periodistas, nos ruega por favor que le pidamos permiso a su ídolo para entrar un momentito. Han venido desde Nápoles para intentar hacerse una foto con él. La portera nos comenta, mientras nos guía, que todavía hoy tiene cada día gente así. Al entrar en un elegante salón reconocemos al fondo la imponente figura de Bud Spencer, que a sus ochenta y cinco años sigue siendo un gigante bonachón. Ante él es inevitable sentirse otra vez un niño por unos momentos. Le hablamos del chico de la puerta y dice que suba. El chaval, emocionadísimo, le lleva un DVD de Piedone lo sbirro (El super-poli, 1973) para que se lo firme. Él y su madre se hacen fotos con el actor. Charlan un rato y luego se van. Bud Spencer, cuyo verdadero nombre es Carlo Pedersoli, es todo un gran señor napolitano.
¡Stalin! Trae por favor un café a los señores.
¿El camarero se llama Stalin?
Sí, y lo mejor es que, los dos de antes, uno se llamaba Benito y el otro Adolfo. [Se acerca Stalin, un muchacho sudamericano, con la bandeja].
¿En casa cómo le llaman, Bud o Carlo?
Carlo, Carlo. Podemos hablar en español, que así lo practico.
Mucha gente todavía piensa que usted es americano.
Ya. Los que me adoran son los alemanes. Yo hablo alemán porque de pequeño mis papás me pusieron una niñera alemana, y mi papá estaba como loco, porque no entendía nada. Yo con ella hablaba en alemán y él no se enteraba de nada. Al final la echó.
Pero usted lo que es en realidad es napolitano.
Napolitanissimo.
¿Qué recuerdos tiene de la infancia en Nápoles?
No recuerdo mucho, pero sí recuerdo todo de la guerra, aunque en mi familia, gracias a mis padres, la pasé sin enterarme de mucho, pero recuerdo los bombardeos. Aunque no tenía miedo, nos metíamos en los refugios y a esperar.
¿Recuerda algo de la escuela fascista?
No, no me daba cuenta de nada, y en casa no se hablaba de política. Fue algo muy feo para mi padre y mi madre, para la gente que sabía lo que estaba pasando. Con doce años nos fuimos a Roma y en el 43 emigramos a Brasil. Una amiga de mi madre era brasileira y hacia el final de la guerra nos fuimos para allá, al norte, a Recife, en Pernambuco. Le llaman la Venecia de Brasil, por un río que tenían en la ciudad. Estuvimos allí como tres años.
¿Se le hizo duro?
Tenía dieciséis, diecisiete años. Recuerdo que cuando llegamos a la bahía de Río de Janeiro, en el barco, vimos en el puerto un cartel luminoso con unas letras gigantes que ponía: Fica aberta dia e noite [risas, fica en italiano es el órgano sexual femenino]. Era una farmacia, y ponía que estaba abierta día y noche, pero yo al leer eso pensé que ese era mi país. Yo estoy enamorado de Brasil, para mí un brasileiro es un napolitano feliz.
¿El napolitano no es feliz?
No, es un casinaro, un desastre, tiene una melancolía de fondo. Después de Brasil estuve un año en Argentina, fue allí donde aprendí español, y después volví a Roma.
Es entonces cuando empieza a destacar en la natación. Fue el primer italiano en bajar del minuto en los cien metros.
Sí, participé en las olimpiadas de Helsinki, en 1952, y de Melbourne, en 1956, una cosa magnífica. También competí en waterpolo con la selección de Italia, entonces campeona del mundo, aunque yo no llegué a ser campeón del mundo. Recuerdo que tras las olimpiadas del 56 fuimos a Moscú a jugar un Italia-Rusia, que ganamos, y justo se acababa de morir Stalin. El de verdad, no este [señala al camarero entre risas]. No vimos nada, teníamos siempre uno del Gobierno encima. No había agua caliente en el hotel, pero veías pasar los lujosos automóviles, enormes, de las autoridades, y nos decían: están trabajando para lograr una Rusia excepcional. También fui campeón italiano de rugby. Soy un poco laziale, porque cuando empecé con la natación mi equipo era la Lazio.
Pero usted tifa Napoli, supongo.
Por supuesto.
Por aquella época también estuvo invitado en Yale, en Estados Unidos.
Fui con Romani, otro nadador, a la universidad, en New Haven, Connecticut. Hice los campeonatos americanos, quedé segundo. He dado muchas vueltas por el mundo.
Con la selección italiana de waterpolo fue a Barcelona en 1955, a los juegos del Mediterráneo.
Barcelona era increíble, bellissima, la prefiero a Madrid, más moderna, con el mar. Vi cambiar España primero con el deporte y luego con las películas, aunque estuve más en Almería, que era otro mundo. Amo mucho su tierra, especialmente toda la parte de Almería, allí hice veinticuatro películas. Ustedes son un pueblo, unido, lo que no somos nosotros. Los italianos nunca lo conseguiremos, es una cuestión de historia, hablamos cien idiomas.
Pues justo ahora muchos en Cataluña se quieren independizar.
Es diferente. Aquí cada lugar tiene su historia, eso es muy positivo, pero no somos una nación.
Sí, cada territorio italiano tiene una personalidad muy fuerte, muy marcada, casi más que cada zona de España, pero en cambio a nadie se le ocurre pensar en la independencia.
No, aquí no, aquí no hay nada serio. Los romanos, la antigua Roma, eran serios, luego ya nada. Después cada uno a lo suyo.
A propósito, su primera experiencia en el cine es de centurión romano, en Quo vadis, en 1951.
Yo nunca quise ser actor. Además aquí mi señora es hija del señor más importante del cine italiano, y él nunca me dijo nada de si quería ser actor. [Su mujer, que ha llegado hace un rato, igual que su hijo y una de sus hijas, asiente con la mirada].
Sí, Peppino Amato, célebre productor de De Sica y La dolce vita.
Un día vino un señor que iba a dirigir una película, Giuseppe Colizzi, y le dije: ¿Cuánto tiempo tengo que trabajar? Cuatro o cinco semanas. ¿Y cuánta plata me dan? Me lo dijo, ya no recuerdo. Y dije: bueno, pues probamos. Y así hasta ciento veintiocho películas.
Eso fue con Dio perdona… io no! (Tú perdonas… yo no) en 1967. Llegó tarde al cine, tenía ya treinta y siete años, pero antes había hecho pequeños papeles.
No, nada. Eran de comparsa, sin hablar, ni me gustaba, era para pagar la universidad.
Bueno, trabajó con el gran Monicelli, por ejemplo, en Un eroe dei nostri tempi (Un héroe de nuestro tiempo, 1957). Tenía que zurrarle a Alberto Sordi.
¡Sordi era fantástico! Pero a mí me cogían solo porque era grandullón, no decía ni palabra.
Por cierto, ¿de dónde le viene su estatura? ¿Su padre era alto?
No, no. No sé de dónde viene, pero mis nietos son más altos que yo.
También trabajó con grandes directores, como Charles Vidor o Edgar G. Ulmer… ¿pero entonces el cine no le convencía?
Empecé con lo de Quo Vadis por ganar un poco de plata, pero yo no era actor, no tenía preparación. Cuando a mí me dicen: «Usted es un actor», yo contesto: «No, no soy un actor, yo hago el actor, que es distinto». Luego he aprendido, porque no soy cretino. No tengo estudios, no sabía la técnica, cómo hace un actor, cómo se coloca… Y mira, al final lo hice en cinco lenguas: italiano, español, inglés, francés y alemán.
¿Cómo era la Roma de aquellos años, cuando Quo Vadis abre el desembarco del cine americano en Cinecittà? La Hollywood sul Tevere, la dolce vita.
[En ese momento toma la palabra su mujer y responde por él con nostalgia]: Roma era de verdad otra cosa. Via Veneto era estupenda, se paseaba día y noche, había siempre gente, ahora es una tristeza, feísima, con todas estas casetas que cubren las terrazas de los bares. Los intelectuales, los escritores, los guionistas, Suso Cecchi D’Amico, Ennio Flaiano, se ponían juntos a escribir, eran muchos, había una corriente intelectual que ha desaparecido. Se veían en el Rossati y en el Canova, en Piazza del Popolo… [ Su marido entonces interviene para decir que de todos modos a él eso del cine le daba igual].
¿Cómo pensó en usted Colizzi para su primer papel?
Por casualidad, querían uno grandón, pero lo de Terence Hill es todavía peor. Terence Hill sí es un actor, estudió, hacía películas.
Sí, sale en Il Gattopardo de Visconti, aunque todavía como Mario Girotti.
Eso es, pero lo que pasó es que en Dio perdona… io no!, el actor protagonista, que se llamaba Peter Martell, se rompió el pie peleándose con la novia. Entonces el director salió corriendo por Cinecittà a buscar a otro y encontró a Terence Hill, que estaba haciendo una película con Rita Pavone, un papel pequeño, y se vino con nosotros.
Él era perfecto para ese papel, un duro de ojos claros a lo Clint Eastwood.
Sí, todos salimos perfectos en esa película.
Dio perdona… io no! ha envejecido bien.
Sí, la ponen todo el día en televisión.
Pero antes de empezar en serio en el cine, en 1967, me interesa el periodo anterior. En los cincuenta usted era una figura de la natación, había hecho papeles en películas, era famoso, pero de repente desaparece, se va a Sudamérica durante unos años. He leído que se había cansado de la buena vida romana, de Parioli, el barrio adinerado, y se aburría.
Sí, hice la segunda olimpiada y luego me fui a Venezuela. Hice muchos trabajos, empleado aquí y allá, y al final trabajé en la construcción de la carretera panamericana.
Repasando su vida se ve que usted ha tenido siempre una capacidad innata para inventarse trabajos y hacer mil cosas.
Sí, he hecho todo lo que se puede hacer en la vida, menos bailarín de ballet y jinete de carreras, que me sería imposible.
Pero en las películas monta a caballo.
Sí, pero el caballo sabe muy bien a quién tiene encima. En todas las películas según me subía se daban cuenta de que yo no sabía montar, y además es que pesaba ciento cincuenta kilos. En Almería me pasó una cosa increíble. Mi caballo se llamaba Cordobés, como el torero, y el primer día se lo pasó intentando tirarme al suelo. Al día siguiente, según llegué a las ocho de la mañana, me vio y se tumbó directamente en el suelo. ¡No quiso trabajar, se negó!
¿Cómo era Almería?
Era la luna. Había un tren que no llegaba nunca. Íbamos a Madrid y luego en coche, tremendo.
Hace poco volví a ver Altrimenti ci arrabbiamo (Y si no nos enfadamos), de 1974, rodada en Madrid. Impresiona ver lo que eran entonces las afueras, el Manzanares, el puente de Toledo.
Me acuerdo de donde comíamos, un restaurante increíble cerca de la plaza de Italia, Bajamar, de pescado y marisco.
¿Qué pensaban esos actores americanos que venían de hacer wésterns en Hollywood, algunos con maestros del género, como Woody Strode, que había trabajado con John Ford, y llegaban a Almeria y veían esto del spaghetti western?
Se divertían como niños, les encantaba. Recuerdo que una vez estábamos rodando al mismo tiempo que Sergio Leone. Cuando él terminaba nos pasaban sus caballos, así que nosotros usábamos los caballos cansados de Sergio Leone. No había más y no teníamos dinero para alquilar otros. Ya no corrían mucho. Leone era grandísimo. Pero nosotros no decíamos spaghetti western, era una etiqueta. Lo que nosotros hicimos luego fue el wéstern cómico, que no existía hasta entonces. Hasta entonces siempre había muertos, violencia, tiros, pero nosotros hicimos la violencia cómica, sin sangre.
Pero eso fue luego. Su primera trilogía con Terence Hill, con Colizzi —los otros dos títulos son I quattro dell’Ave Maria (Los cuatro truhanes, 1967) y La collina degli stivali (La colina de las botas, 1969)— aún no es cómica, aunque van adquiriendo tono de broma, son wésterns en la línea de los de entonces. De hecho vistos hoy sorprenden, porque se les ve a ustedes dos pero es violento.
Sí, tras el tercer filme hicimos Lo chiamavano Trinità (Le llamaban Trinidad, 1970) con Barboni. Su seudónimo era Clucher, teníamos todos nombres americanos. Yo elegí Bud Spencer por Spencer Tracy, que era un actor que me gustaba. Años después lo conocí en persona. En fin, la idea salió entre Barboni y nosotros. Yo siempre estaba bromeando con Terence Hill, porque me tomaba el pelo y le decía que le iba a romper la cabeza, y eso tenía una comicidad muy fuerte.
Ahí nace, con un éxito mundial, el modelo de sus películas en pareja, un total de dieciséis, que tienen un humor en el fondo muy clásico, de porrazos y casi mudo, con muchas secuencias silenciosas.
Sí, hicimos realidad lo que piensan todos los hombres y las mujeres del mundo, que les gustaría dar una paliza a su jefe o a alguien a quien no soportan más.
Con los niños siguen funcionando muy bien, porque detectan muy bien la injusticia. Entonces llegan ustedes y ponen las cosas en su sitio.
Claro, así es, contra el prepotente, y sin gota de sangre.
¿En qué lengua rodaban?
Depende, porque había actores de muchos países. Normalmente en inglés.
En 1966 fue el apogeo del wéstern a la italiana, se estrenaron más de veinte películas del género. Salían como churros, ¿cuánto duraba el rodaje?
Sí, era rápido, porque era fácil, las historias eran similares. Lo importante era hablar poco.
Pero las escenas de mamporros parecen difíciles, porque algunas son muy largas, varios minutos. Tardarían horas en rodarlas.
Horas no, semanas. Para mí era fácil, porque de joven yo también hice boxeo. Para Terence era más difícil, no estaba acostumbrado, pero era acróbata.
A veces se escaparía alguna torta de verdad.
Sí, muchas veces.
En las películas da la sensación de que la atmósfera era buena y se divertían.
Era así. Hay una cosa importantísima: el señor Bud Spencer y el señor Terence Hill no han discutido en toda su vida. Nunca. Algo increíble en todas las parejas del mundo. Bueno, también con mi mujer llevo cincuenta y cinco años. ¿Sabe por qué? Porque Terence Hill era un actor y yo, como le he dicho, solo hacía el actor, así que no me importaba nada, no había una rivalidad. Es mi carácter, estaba acostumbrado al deporte.
¿No discutían por eso de si en los créditos era Bud Spencer y Terence Hill o al revés?
No, siempre iba él primero, pero a mí no me importaba.
Es consciente de que millones de niños se han pegado alegremente después de ver sus películas, haciendo ese ruido maravilloso con cada puñetazo: ¡tskch!.
Sí, me han escrito cartas fans de China, hasta de Arabia Saudita, allí nuestras películas se ponían mucho porque no había nada de sexo.
¿Cómo hacían ese ruido de las tortas?
Con un instrumento, pero había como veinte aparatos para hacer los ruidos. Luego teníamos un gran maestro d’armi, Giorgio Ubaldi, que era siempre el mismo: organizaba las coreografías, decidía cómo eran los golpes, marcaba los tiempos, como un baile. Bueno, muchos golpes nos los inventábamos sobre la marcha.
Como el famoso y terrible puñetazo de martillo de Bud Spencer, hacia abajo en la cabeza, como de cómic.
Sí, lo inventé yo.
A sus hijos en el colegio no les tocaría nadie: ¡eran los hijos de Bud Spencer!
Ja, ja, bueno, se sabían defender solos.
Ha conocido a muchos grandes actores, ¿cuál recuerda especialmente?
Eli Wallach, que estuvo aquí comiendo con su mujer, un actor extraordinario. Me regaló su reloj. Como yo fui aprendiendo sobre la marcha él fue uno de mis maestros, un auténtico profesor, que me enseñó trucos de actor, y en inglés. Él debió de ver en mí algo bueno que podía dar, comprendió que podía llegar a ser actor.
¿Cómo fue ser famoso?
Yo ya era famoso, por la natación. No me cambió la vida. Pero es que todas las cosas de mi vida vinieron así, un poco por casualidad. También hice canciones en los sesenta para Ornella Vanoni, Nico Fidenco… Acabo de hacer ahora un disco de canciones, cantando yo, y todo sin saber música ni componer letras. Con temas en napolitano, italiano y francés. Mira, vamos a ponerlo.
[Entonces pide que pongan el CD en el aparato del salón. «Pon la primera», dice. Se titula «Che ne parliamo a fà», algo así como «Para qué vamos a hablar», y luego se pone a canturrear, mientras traduce del napolitano: «La gente hablaba con el corazón, ahora se habla solo de dinero…». Entre tanto muestra también un libro que está a punto de sacar en Alemania. Se titula Mangio ergo sum].
¿Qué cuenta?
Es mi tercer libro. En Alemania he publicado ya dos y siempre han estado primeros en las listas de libros más vendidos. Me adoran, no sé por qué. En este parto de eso que dijo Descartes: cogito ergo sum, pienso luego existo. Entonces a mí se me ha ocurrido responderle: pero estás loco, será «como luego existo», mangio ergo sum, porque si no comes luego cómo haces para pensar nada. Después he cogido doce filósofos y comento las ideas de cada uno, a mi manera.
Ha dicho que hizo boxeo.
Sí, también cuando era joven, pero me faltaba la maldad. Ya era fuerte, grandón, pegaba con derecha e izquierda, pero cuando veía que el otro estaba a punto de caer no era capaz de darle el golpe final. Entonces normalmente me mandaban a nadar, porque allí había una piscina al lado, en el estadio Flaminio, y así acabé en la natación.
Entre todas estas miles de cosas que ha hecho, también hay otra curiosa: ¿Cómo le pasó por la cabeza entrar en política, con Berlusconi?
Fue una cosa que duró cinco o seis horas, porque enseguida comprendí de lo que iba. Hice un par de horas de campaña por aquí, cerca de Roma, y salían los comunistas y me decían: «Aò Bud, ma chi ti lo ha fatto fare?» (literalmente, ¿quién te ha hecho hacerlo?, significa algo así como quién te ha mandado meterte en este berenjenal). Me querían por mis películas, pero no soportaban que hiciera campaña con la derecha. Luego además es que me pusieron unos horarios para cada mitin, pero llegaba allí y nunca estaba el alcalde. Pensé que eso de la política no era para mí, y me retiré ordenadamente.
¿Decepcionado?
No, es que lo primero que tienes que hacer es olvidarte de ser honesto, decente, empezar a tramar con unos y otros.
¿Y qué piensa de Berlusconi?
Lo conozco hace mucho tiempo, no puedo decir que somos amigos pero me conoce bien, porque he hecho filmes con él de productor, con su compañía, Medusa. Es un hombre importante, me gustaba, le he votado.
¿Ha cambiado de idea con el tiempo? Porque hace tiempo que está en declive.
Ya, pero dígame uno bueno.
¿Cómo ve Italia ahora?
Mal.
¿Se ve todavía de vez en cuando con Terence Hill?
Sí, viene aquí a veces a comer, spaghetti con tomate, porque en su casa su mujer no le deja, tiene que guardar la línea. Se conserva bien, pero es que es diez años más joven que yo.
En 2010 les dieron el Óscar italiano, el David de Donatello, a su carrera. Fue un momento muy emocionante, aunque Terence Hill anunció que le acababan de robar la cartera.
Creo que luego la encontró.
Dieron un dato impresionante: diez de sus películas están entre las cien más taquilleras del cine italiano.
Sí.
Pero aun así usted tuvo unas palabras de una grandísima humildad, ante toda la gente del cine italiano. Dijo esto que ha dicho ahora, que usted no había sido actor, sino solo un personaje, hasta que Ermanno Olmi le dio un papel en 2003 en Cantando dietro i paraventi.
Era inútil decir lo contrario, es así. En los wésterns era siempre el mismo personaje.
Pero en los setenta hizo intentos de filmes distintos, cosas interesantes con Dario Argento (4 mosche di velluto grigio, Cuatro moscas sobre terciopelo gris, 1971), un poliziesco con Lizzani (Torino nera, Turín negro, 1972)…
Sí, pero no fueron papeles importantes. Repito, hacía el actor, no soy actor. Que después yo haya aprendido es otra cosa. Pero cuando llega Olmi y me da ese papel me siento apenas recién llegado a esta escuela, con más de setenta años.
Creo que le dijo que no a Fellini.
Sí, fue para Satyricon, pero había que salir desnudo y dije que no.
Olmi, su patrocinador para que les dieran el David, también tuvo palabras muy hermosas en la ceremonia. Dijo que sus películas, con su inocencia, eran «una extraña maestra de alegría» y que «una carcajada es una obra de arte». Olmi es un prestigioso representante del cine de autor italiano, pero lo cierto es que a lo largo de su carrera la crítica y los intelectuales no les han hecho mucho caso. ¿En el cine italiano les miraban por encima del hombro?
No, era otra categoría, y además no podían hacer nada, éramos famosos en todo el mundo. En realidad yo soy más feliz por lo que he hecho con el deporte, aparte del dinero, que no gané una lira y con el cine sí. Cuando eres famoso hay mucha gente en todo el mundo que te quiere y te honra, pero yo prefiero ser recordado por el deporte, por las cosas que he hecho compitiendo, porque eso es mío, una cosa mía, algo personal, nadie te puede decir nada o que no le gusta, tiene que estar callado porque yo soy un campeón. Lo otro lo ha creado el público.
¿Hará más películas?
Verá, he tenido antes del verano un problema de salud, del que estoy saliendo con un poco de fatiga. Veinte minutos más y estaba muerto. El cuerpo tiene seis litros de sangre y yo en cinco minutos perdí más de tres, habría muerto si no me hubieran cogido a tiempo. Ahora me estoy recuperando. Notará que a veces no encuentro alguna palabra, pero me estoy concentrando bastante bien. Hasta me he acordado del español. A lo mejor hago algo más, habrá que ver cómo estoy. También estoy probando a caminar sin bastón, para poder mejorar. Ha sido un duro golpe… Estoy contento de este rato porque usted representa también un país que yo amo, que ha tenido su parte en la historia del cine, y ha sido un placer para mí haberle conocido y que haya hecho el honor de venir a mi casa.
- Texto: Ïñigo Domínguez (Jot Down)
- Foto: Antonello Nusca