noviembre 12, 2018
La Iglesia católica argentina renuncia al dinero público para financiarse
La decisión, histórica, responde a una creciente presión social a favor de una separación total del clero y el Estado Sigue leyendo
El cardenal Primado de la Argentina, Mario Poli, oficia una misa en la Catedral Metropolitana, el pasado mes de noviembre en Buenos Aires.
La Iglesia católica argentina renunciará progresivamente a la aportación estatal, de 130 millones de pesos anuales (3.5 millones de dólares), y reclamará más solidaridad económica de los fieles para compensar la merma. No se trata de un gran sacrificio, ya que los 130 millones suponen menos del 10% de su presupuesto, pero sí de un gesto cargado de simbolismo: a los obispos se les reprochó, durante la reciente batalla legislativa por la legalización del aborto, que cobraran del presupuesto público. La renuncia implica más independencia frente a un poder político con en el que, en general, no simpatizan. Y acaba con una prebenda que data de la última dictadura militar.
La renuncia fue anunciada al término de una reunión que duró toda la semana y en la que participaron un centenar de obispos en activo y unos cuarenta ya retirados. El contexto de la reunión episcopal no sólo estuvo marcado, como en anteriores ocasiones, por el hecho de que uno de sus antiguos miembros, Jorge Bergoglio, sea el actual Papa y mantenga una relación más o menos cercana con el peronismo, la actual oposición al reformismo conservador de Mauricio Macri. La misa oficiada el mes pasado en Luján por el obispo Agustín Radrizzani, ante una multitud de sindicalistas frontalmente opuestos al Gobierno, avivó todos los recelos.
Hugo Moyano, líder del sindicato de camioneros y objeto de una investigación judicial, se pavoneó de que la misa multitudinaria no habría sido posible sin el respaldo tácito del papa Francisco. Los portavoces vaticanos hicieron lo posible por ahuyentar cualquier sospecha de partidismo por parte del pontífice, pero los roces entre el macrismo y Francisco vienen de lejos. La reunión entre el presidente y el pontífice, en octubre de 2016, fue gélida: los rostros de Bergoglio y Macri en la sesión fotográfica reflejaban todo menos cordialidad.
El obispo Radrizzani, en cualquier caso, pronunció durante la misa de Luján un sermón claramente contrario a las políticas de Macri (habló de los excesos de las finanzas, de las injusticias sociales, de la intolerable preponderancia del dinero sobre el trabajo y de la necesidad de corregir el rumbo) que habría encajado con completa coherencia en los labios de cualquier dirigente peronista. El Gobierno no hizo entonces ninguna declaración oficial, pero numerosos diputados y, en privado, varios ministros, expresaron su indignación. En una situación socioeconómica crítica, con una inflación desbordada, una recesión de duración indeterminada y una fuerte presión a la baja sobre el poder adquisitivo de los salarios, las críticas eclesiales retumbaron con especial fuerza.
Durante la misa con que se abrió la reunión de la Conferencia Episcopal, su presidente, Óscar Ojea, admitió en la homilía que la jerarquía católica no estaba exenta de responsabilidad en las tensiones con el gobierno conservador. «Esto nos debe hacer pensar en nuestra propia conversión personal y pastoral», dijo. También señaló que los ánimos se habían enconado desde que el presidente Macri propició un debate parlamentario encaminado a legalizar el aborto, que finalmente encalló en el Senado, y deseó que los ánimos se calmaran.
Pero Ojea también denunció los supuestos «ataques sin precedentes» sufridos en Argentina por el papa Francisco, «desde dentro y desde fuera de la iglesia», y luego lanzó de nuevo una carga de profundidad contra Macri: «La crisis social y económica que golpea a todo el pueblo argentino va resintiendo la confianza en la dirigencia política», dijo, «aumentando el mal humor social, el enojo y la intolerancia».
- Texto: ENRIC GONZÁLEZ (EL PAÍS)
- Foto: TELAM