julio 13, 2021
Auyero: “El Estado produce buena parte de la violencia que se sufre en los márgenes”
La participación de las fuerzas de seguridad en el tráfico de drogas y otras actividades ilícitas en los conurbanos es alarmante, advierte el sociólogo, Javier, que acaba de publicar el libro Entre narcos y policías Sigue leyendo
Lo que más lo sorprendió, dice Javier Auyero, fue el nivel de involucramiento de las fuerzas del Estado en el día a día de la distribución y la comercialización de drogas ilícitas en la Argentina. Creía, como tantos, que el Estado “dejaba hacer”, pero nunca imaginó la escala y la profundidad de los vínculos entre transas y policías. El intercambio de dinero por drogas, por armas, por liberar zonas, anticipar operativos e intervenir en un proceso judicial son parte del paisaje cotidiano de un Estado presente no solo en su faz punitiva sino como actor principal de los negocios clandestinos. Y esas relaciones entre narcos y policías, siempre inestables y en constante tensión, terminan impactando de lleno en la vida de los sectores populares, protagonistas silenciados de un drama que los tiene como rehenes.
Esto es lo que se desprende de su último libro, Entre narcos y policías. Las relaciones clandestinas entre el Estado y el delito, y su impacto violento en la vida de las personas (Siglo XXI), coescrito con la socióloga Katherine Sobering. Allí, a partir de un trabajo etnográfico y el análisis de cientos de horas de escuchas judiciales entre narcotraficantes y agentes de la Policía, la Prefectura y la Gendarmería (transcriptas con nombres ficticios), los autores analizan los problemas estructurales de los conurbanos. No es la primera vez que Auyero, sociólogo y docente en la Universidad de Texas, se encarga de los sectores marginales y la violencia. La política de los pobres. Vidas beligerantes y La violencia en los márgenes (escrito junto con la docente María Fernanda Berti), son apenas algunas de las investigaciones que desarrolló en un territorio que conoce bien: nació y vivió la mitad de su vida en Banfield, y aunque desde 1992 reside en los Estados Unidos, vuelve a la Argentina con regularidad y muchos de sus trabajos de campo se anclan en el partido de Lomas de Zamora y el conurbano en general.
Ahora, Auyero y Sobering profundizan en un aspecto clave: la violencia interpersonal en miles de familias para quienes el barrio es “tierra de nadie” no es endógena a los sectores populares sino efecto de la violencia estatal. Madres y padres que salen a buscar a sus hijos, que denuncian, familias expuestas a callar, denunciar o pedir protección a los mismos agentes estatales que –lo saben– participan del negocio clandestino. Familias enteras que, por frustración o impotencia, ven sus vidas invadidas por distintos tipos de violencias.
Editor de la serie Global and Comparative Ethnography en Oxford University Press, Auyero hoy trabaja –junto con la estudiante de antropología Sofía Servia– en un libro provisoriamente titulado “Abrumados”. ¿Cómo siguen sobreviviendo los marginados?
–¿Por qué decidieron poner el foco en la relación entre narcos y policías en particular?
–Nos focalizamos en eso porque en el origen de la investigación estaba una preocupación muy fuerte por la violencia interpersonal ligada al tráfico de drogas. De algún modo es una continuidad de La violencia en los márgenes, el libro que escribimos con Fernanda Berti. Ahí recogíamos muchos testimonios de gente que decía que la policía “no hacía nada y que era cómplice”. Entonces, decidimos indagar mucho más en profundidad.
«Los transas resuelven sus disputas con armas y balas prestadas, alquiladas o compradas a agentes del Estado que participan del delito»
–Lo que se advierte es que el Estado no está para nada ausente: interviene para castigar pero también para sacar provecho y hacer negocios. Es un Estado ambivalente y presente, a veces de manera virtuosa y otras, delictiva.
–Absolutamente. Es un gran malentendido decir que hay un Estado ausente. El Estado en los márgenes está híper presente como escuela, como planes de asistencia, pero también está híper presente en su faz punitiva y es cómplice con sectores de la criminalidad. Al mismo tiempo que el Estado está en esta fase punitiva, participa clandestinamente del delito. Y uno de los puntos centrales es deshacerse de la idea de que hay una gran conspiración, porque lo que vimos es que estas negociaciones entre agentes públicos y delito son siempre provisorias, siempre están a punto de romperse y están muy sujeta a malos entendidos y a errores. Entonces, la idea de que el Estado está coordinando o planificando esta relación con la criminalidad tampoco es una representación adecuada. El control territorial de las pequeñas bandas siempre es provisorio porque siempre está sujeto a negociación. Tanto en las jerarquías del mundo del delito como al interior de las fuerzas de seguridad siempre aparece algún personaje nuevo con el que negociar o un superior que también quiere una tajada de esa negociación. Son relaciones muy provisorias, frágiles, sujetas a tensión; y por eso es un mundo bastante inestable.
–¿De qué manera la producción de violencia del Estado impacta en los sectores populares, principales víctimas de este drama?
–La violencia que se sufre en los márgenes no es propia de los sectores populares sino que, en buena medida, es el Estado el que la está produciendo. El Estado, que supuestamente tiene que proteger a los sectores más vulnerables, es parte central de la producción de la violencia que los afecta. No estoy hablando de cuestiones de filosofía política sino de la propia materialidad de la violencia: la gente se mata con las balas que el Estado les vende; los transas resuelven sus disputas con otros transas con armas y balas prestadas, alquiladas o compradas a agentes del Estado. Hay circulación de bienes materiales, de información y de asesoramiento: cuándo tienen que operar contra un competidor, cuándo lo tienen que eliminar. Ahí hay toda una serie de manipulaciones burocráticas en las que esas relaciones clandestinas influyen en lo que hace el Estado para tratar de encarcelar a alguien o lentificar ciertos procesos judiciales. Todo eso está mediado por agentes del Estado.
–Ustedes basaron la investigación en estudios etnográficos, en procesos judiciales y en escuchas telefónicas. ¿Qué fue lo que más lo sorprendió?
–Lo que me sorprendió fue el nivel de involucramiento de las fuerzas del Estado en el día a día de la distribución y la comercialización de drogas ilícitas. Antes de comenzar la investigación, yo pensaba que el Estado básicamente “dejaba hacer”; y el análisis que presentamos en el libro demuestra que es mucho más que eso. También me sorprendió algo que ya comenzaba a aparecer en La violencia en los márgenes y acá lo vimos muy claramente, y es que frente a la frustración y la impotencia de padres y parientes se recurre a la violencia al interior del hogar y esa violencia está vinculada a la complicidad del Estado. Cuando el Estado es el que viola la ley, esa ruptura de cierta ética termina traduciéndose en prácticas muy concretas. ¿Por qué una madre o un padre van a recurrir a la policía o a cierta figura del Estado si sabe que el Estado es cómplice? No es una cadena directamente causal, pero cuando se rompe la creencia de que quien tiene que hacer lo correcto lo hace, entonces lo único que les queda es recurrir a acciones violentas. La violencia interpersonal no está generada exclusivamente por las condiciones de privación o las causas tradicionales que se les suele atribuir sino que se vincula con lo que hace el Estado. Y después, obviamente, lo que más me sorprendió es el registro de las escuchas telefónicas.
–¿En qué sentido?
–Porque todo el mundo habla de la protección y la complicidad, pero tenés escuchas telefónicas con conversaciones entre policías y narcos en las que uno le dice al otro: “Despreocupate que tu amigo sale pronto de la cárcel porque no tienen nada en contra de él”. No es un abogado diciéndole eso a un delincuente; es el propio Estado diciéndole “no le pagues al policía que te pide porque no tienen evidencia”. Me sorprendió que esas conversaciones coordinando el negocio y las penas estuvieran documentadas.
«En el origen de la investigación había una preocupación muy fuerte por la violencia interpersonal ligada al tráfico de drogas en los barrios»
–En el libro hay muchas historias. Por ejemplo, la de una mamá que llega a atar a su hijo adicto para que no salga a drogarse y, desesperado por salir, el hijo se tira por el balcón. Al mismo tiempo, hay chicos que participan del narcomenudeo y terminan generando un ingreso fundamental para el sustento diario.
–Si, la participación en actividades ilícitas es, desde hace mucho, parte de la estrategia de sobrevivencia de los sectores populares. En la Argentina, en toda América Latina y en los Estados Unidos también. La participación en venta de drogas y de mercadería ilegal es parte de cómo llegar a fin de mes. Pero a diferencia de otros universos, en la Argentina tenemos a un sector del Estado participando de esto, ofreciendo protección por un lado, condena por el otro, haciendo decomisos con helicópteros y grandes despliegues policiales mientras en la casa de al lado sigue el negocio como si nada, con la participación de esos mismos policías.
–A pesar de que esta relación entre agentes policiales y actores criminales es inestable, aparecen patrones de funcionamiento. ¿Cuáles son?
–Sí, el esfuerzo de la investigación fue ver las regularidades. ¿Cuáles son? Hay ciertos recursos, prácticas y procesos que aparecen en todos los casos. Se intercambian bienes materiales, información y asesoramiento. Hay manipulación burocrática y entonces vemos cómo estas relaciones clandestinas sirven para manipular el comienzo de un proceso judicial, qué ocurre en la comisaría; y curiosamente, se expande la vigilancia interna, porque al entrar en estas relaciones clandestinas los policías tienen que saber quiénes, entre ellos, están en el juego y también tienen que controlar a otros policías. Y los transas también tienen que saber quiénes de la competencia están arreglados con otros. O sea, hay vigilancia interna y externa. Por otro lado, hay un cambio en la escala. Muchas veces, sobre todo en el caso de las organizaciones más grandes, como las del Litoral y las de Rosario, hay un intento por ver si se puede subir a la jerarquía superior, para que protejan más territorio. El asunto no solo se reduce a la escala más local. Y además, cambian las identidades de los actores. No solo se es transa o policía, sino que se es transa que arregla con la policía y narcopolicía o polinarco.
–Pienso en las Madres contra el Paco y en la cantidad de organismos de la sociedad civil encabezados o conformados exclusivamente por mujeres. ¿Cree que hay roles de género diferenciados entre mujeres y hombres en este drama?
–Absolutamente. Así como a las mujeres les cae, por la división de género del trabajo al interior en el hogar, salir a trabajar y tener que asegurar la reproducción, además asumen el rol de protectoras de sus hijos, porque la tarea de protección, cuando hablamos con familias, recae en las madres. En el caso de Madres contra el Paco, en marchas a las que yo he asistido, son marchas protagonizadas por mujeres. En esto tiene que ver algo que vos mencionabas: en la Argentina hay un repertorio que tiene un origen bastante claro, que es el caso de las organizaciones de derechos humanos. Quienes salen a pelear por sus hijos son las madres. Una madre buscando en la mitad de la noche a su hijo, aterrorizada porque no sabe qué le pasó. ¿A qué remite? Uno piensa en las Madres de Plaza de Mayo buscando a su hijo a mitad de la noche. Bueno, en este caso es una madre buscando a su hijo en un barrio porque no sabe dónde está y teme que lo hayan matado los transas. En muchas de las historias que recogemos sale la madre sola y vemos el terror y el esfuerzo de esa madre.
–Si el Estado participa de actividades delictivas y las madres no pueden denunciar, ¿qué les queda? Parece una encerrona.
–Una de las cosas que me llamó la atención es que una de las marchas en las que participé, una marcha de gente de Ingeniero Budge que iba a manifestarse frente a la comisaría en Puente La Noria, era la marcha “contra tanta muerte y contra la complicidad policial”. La gran mayoría eran mujeres y sabían que los policías de esa comisaría eran cómplices con el narcotráfico en Budge. Eso no impidió que fueran a reclamar a la comisaría por el ejercicio de la ley y por protección de una comisaría que ellos mismos sabían que eran cómplices con el narcotráfico. ¿Por qué digo esto? Porque me parece que la salida de esta trampa no va a venir solo de los movimientos sociales ni tampoco va a venir solo de algo que haga algún funcionario bienintencionado, sino que va a venir de esta relación entre acción colectiva, protesta y sectores del Estado. Así como hay un montón de diferencias cuando uno se pone a discutir derechos reproductivos en la Argentina o el rol del Estado en la economía, en cuestiones como esta sí se pueden lograr consensos parciales.
–¿Está pensando en algún país en particular que pueda servir de ejemplo?
–Sí, Italia. Sectores que jamás podían ponerse de acuerdo en nada, como el Partido Comunista y los demócratas cristianos, en el caso de la mafia de Sicilia en los años 90 sí hubo acuerdos y fueron muy empujados por sectores de la sociedad civil. Hay un espacio, porque finalmente lo que está en juego es la propia sobrevivencia de la democracia. Mirando ejemplos históricos, no es en absoluto un destino irreversible o ineluctable. No olvidemos que en la Argentina hay ejemplos de un camino que se abre gracias a la acción de la sociedad civil y gracias a sectores del Estado, aún en los momentos más oscuros de la historia. De hecho, nosotros tenemos acceso a este universo gracias al propio Estado. Los datos que nosotros tenemos son datos que ha producido el Estado, o sea que de ninguna manera todo el Estado es cómplice de esto. Muchos de los que están haciendo escuchas son empleados del Poder Judicial o de la policía que están escuchando a sus propios colegas y están produciendo esa información desde el propio Estado. Y esa es una ventana de esperanza.
Un estudioso de la pobreza urbana
PERFIL: JAVIER AUYERO
■ Doctor en Sociología, Javier Auyero es el director del Laboratorio de Etnografía Urbana en la Universidad de Texas, Estados Unidos.
■ Nació en Lomas de Zamora en 1966 y vivió en Banfield la mitad de su vida. Desde 1992 reside en Estados Unidos (primero en Nueva York y desde el 2008, en Austin, Texas).
■ Discípulo del historiador y sociólogo Chuck Tilly, se licenció en la Universidad de Buenos Aires y se doctoró en The New School for Social Research. Sus áreas de trabajo son la etnografía política, la pobreza urbana, la acción colectiva, los estudios latinoamericanos y la teoría social y cultural.
■ Recibió becas de la John Simon Guggenheim Foundation, de la Harry Frank Guggenheim Foundation, del American Council of Learned Societies y de la National Science Foundation.
■ Escribió Inflamable. Estudio del sufrimiento ambiental (con Debora Swistun); La zona gris; La política de los pobres. Las prácticas clientelistas del peronismo y La violencia en los márgenes (con María Fernanda Berti), entre otros libros.
■ Acaba de publicar Entre narcos y policías. Las relaciones clandestinas entre el Estado y el delito, y su impacto violento en la vida de las personas (Siglo XXI), coescrito con la socióloga Katherine Sobering.
- Texto: Astrid Pikielny (LANACION.COM.AR)
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